martes, 21 de octubre de 2008

A punto.

Parado al borde del malecón, cierro los ojos, extiendo los brazos y quiero volar.

El viento, esa dulce señora de la tarde que me embriaga entre tantos besos, acaricia mis manos, se filtra entre mis dedos, va removiendo mi casaca. Quiero perderme en tu seducción.

Me siento ligero, juego con la muerte, tentándola, dejando un pie suspendido en el vacío. El mar me sonríe, quiere que me pierda en sus fauces. Ahora esta gran serpiente plateada irradia una calma, como muy pocas veces lo ha hecho. Mis ojos parecen abrirse más de lo habitual.

Mis pupilas se dilatan, mis extremos se estiran como si la piel limitara mi cuerpo y este tratase de ir un poco más allá. Y quiero volar.

Entre tanto los árboles lloran, y sus lágrimas se las lleva el viento, hasta chocar conmigo. Mi cuerpo entorpece el recorrido, el viento lo sabe, deja de soplar. De repente, silencio, los besos dejan de embriagarme, la serpiente cesa de llamarme, mi piel vuelve pegarse a mí y los árboles dejan de llorar.

Y nada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sublime...