sábado, 20 de septiembre de 2008

Sirenas y dragones de fuego

Fue así como comenzó, no me acuerdo muy bien, pero asumo que fue así. Me encontré con mis dos, y supongo que únicos, amigos: Juan y Daniel. Uno siendo más cotidiano que otro, y con mínimas expectativas de la vida emanan aires de grandeza al sentirse como parte de un ciclo de vida que nos une a todos los seres vivos. Son hombres de pocas palabras y carentes de un hábito de limpieza que encierran en sus ojos la filosofía carpe diem. Nuestras reuniones son simples, no indagamos en la profundidad de nuestro ser ni despilfarramos nuestros problemas. Nos observamos y conversamos, por lo general acompañados de un aguardiente y unos vasos de plástico.

Fue así como comenzó esa noche.

Daniel hace los honores desparramando el aguardiente en nuestros vasos. Sorbemos el calor punzante que acaricia la lengua, adormece a los dientes y se desliza hasta caer como una bola de fuego en el estómago.

Esa noche en particular encontré todo este recorrido del dragón de fuego ligeramente reconfortante e inclusive fascinante. Tal vez fueron las estrellas, el cielo, la tranquilidad del parque o la extraña sensación que me producía la bebida que me seducía como una sirena y me daba una seguridad increíble. Tal vez fue mi cuerpo que no encontraba saciar su sed, el clima perfecto –no muy frío, pero tampoco caliente-, la presencia amena de mis amigos o el deseo de ser otro. Tal vez fue todo en conjunto.

Sentía un torrente de agua hirviendo en mis venas, me llenaba la piel, los ojos, la cabeza. Se detenía anidaba y adormecía mi cuerpo, comenzando por mi lengua, que ahora era pesada, dificultándome el habla. Mis amígdalas siguieron, al pasar la bebida sentía los sorbos cada vez más densos y termine por encontrarlos viscosos. Mis dedos parecían globos, los trataba de cerrar y se rehusaban. Yo veía a mi cuerpo sucumbir, sin embargo no podía dejar de aceptar este cáliz, que me estaba brindado un cambio.

Mis piernas lentamente fueron desmoronándose en el piso, hasta que quedé echado en la grama, perplejo, atónito, pero aún quería más. Una fuerza comenzó a poseerme, intenté levantarme y caminar, sintiendo a la gravedad jugar con mis piernas y torcerlas hasta caer. Y me perdí.

Un ser invadió mi cuerpo, y yo pasé a ser espectador de mis acciones. Gritaba, daba carcajadas siniestras, me movía cual títere y lo encontraba deslumbrante. No creía ser esa persona, y no creía que esa persona fuera parte de mí. Sentía que por más que fuera espectador nuestras presencias estaban a la par.

Pero no fue así.

Poco a poco sentía a este ser invadir más y más, convirtiéndose en un dictador y yo en su pueblo sumiso. Comencé a perderme, sentía que me alejaba, que me arrastraba a un espacio negro donde me encerraría. Mi vista comenzó a nublarse, pequeños puntos magentas y verdes irrumpieron mis ojos y lentamente mis párpados cayeron, dando una resistencia inútil, cayeron, y se cerraron. Daniel y Juan habían desaparecido, el parque se tornó oscuro y el aguardiente había penetrado cada parte de mi ser.

Comenzaba la era de las sirenas y los dragones de fuego.

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