viernes, 12 de septiembre de 2008

Delirio en el 2-E (primera parte)

Hoy me desperté con unas ganas inimaginables de una buena taza de café. Mi ritual matutino fue interrumpido por esta loca sensación que invadía mi cuerpo. -Lo necesito- me insistía. No podía negárselo, al fin y al cabo ¿por qué negarle algo tan simple como esto? Pudo hacerme una variedad de pedidos, como la necesidad urgente de ir al dermatólogo y hallar una respuesta a la terrible facilidad de mi rostro de sembrar espinillas. Podía haberme pedido un último cigarro, unos minutos más dando vueltas en mi cama, una visita a ese mundo de sueños en donde pocas veces logro entrar. Pero no, algo tan simple y tan accesible como un café.

Decidí, pues, levantarme, faena que por lo general toma entre 10 a 15 minutos, ya que cada centímetro de mi piel se pega a la cama y resiste a empezar el día. Hoy sin embargo fue inmediato, lo cual activó a mi cerebro y despertó aún más mis sensaciones, haciendo que la necesidad por esta bebida aumente en todo su fulgor. Camino por el pasadizo y comienzo a salivar de manera brutal, animal incluso, siento mi mandíbula desprenderse y caer y junto con ella se desprende un río de saliva. Llego a la cocina, estoy tan desesperado que no logro recordar dónde guardé el café. Rebusco, olfateo, me sigo desesperando.

De repente un brusco golpe me cierra la mandíbula, hace que trague mi saliva y abre mis pupilas más de lo habitual. -No compré café-.

Logro mantener mi cordura, tratando de reemplazar esta bebida por otra. El jugo de naranja es muy ácido, el chocolate muy dulce, la leche pura es insípida. Otros días pudieron haberme satisfecho, pero hoy no es uno de aquellos días.

El deseo latiendo en mi lengua impulsa mi determinación por conseguir mi café. Me saco el ya lavado y gastado (y hasta agujereado) polo de pijama, que me ha acompañado todas las noches. -Una de mis costumbres preferidas- y siendo no de costumbre me despojo rápidamente de éste, tarea que se me dificulta ya qué es difícil desprenderse de aquellos detalles con los que nos sentimos tan cómodos. Tomo una casaca, me pongo un par de sandalias de paja, busco mis llaves, dinero y salgo. Había caído en un trance.

En un paso tal vez demasiado rápido para mi físico, crucé las calles, las pistas y el gran y místico parque. No pensé ir en carro, tal vez fue una decisión estúpida, pero en mi cuerpo cabía sólo una necesidad, con un objetivo, el resto me daba igual.

Llegué a la tienda y la anciana aún no se despertaba, me pareció extraño, pero no podía preguntar por ella, ya que estaba enmudecido y encantado. Entonces, de la nada, como un flautista de Hamelín, el café me guió hasta las puertas de un supermercado. Comienzo a buscar con la mirada, pero no lo encuentro, le pregunto a una señora, me apunta hacia una dirección y la sigo. Me llevé una terrorífica sorpresa al llegar…

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